sábado, 8 de agosto de 2015

OTOÑO EN AGOSTO

En una pausa no hay música, en un pensamiento millones de notas en movimiento…


Me gusta el otoño, tal vez, porque se acerca a mi esencia de mujer madura que busca la serenidad en los contrastes de lo cotidiano. 
Es una estación que se identifica con la etapa de la vida, que invita a mezclarte con el olor a tierra mojada, a la humedad que se respira en el aire y se cuela por las fosas nasales hasta llegar a un rincón de tu remembranzas arrancando alguna imagen que despierte la memoria de tu piel, o simplemente, obliga a cerrar los párpados para evocar más íntimamente el escenario de un momento...

El otoño es una manera de mudar la vida, se cuela bajo el tejido que cubre tu cuerpo y te lleva a los márgenes de un pensamiento y entonces, te sientas y le observas…

Sirve para extrañar… para pasar las tardes entre las páginas de un libro que pide ser tomado entre el calor de tus manos, o simplemente, para escribir cartas, amarillenta tradición olvidada entre las aristas del tiempo que evoca pasión y ensoñación.

En todo caso, el otoño aunque asome en agosto, conlleva una emoción que convida a escribir renglones con historias que conmuevan y se hagan nuestras. 
Un otoño fuera de estación que nos regala la dulzura de una rememoración,  que te instruye a saber moverte en lo inesperado, en lo ansiado.

En definitiva, cualquier otoño, aún a destiempo, es una forma de mudar la vida…


-        Pídeme lo que quieras…
-        Toca el piano, hazlo para mí…
-        Después de un beso…

Al caer la noche, sabía que los dulces barrotes de su cárcel estaban en las partituras. Andreas, solía perderse entre sus teclas buscando la manera de olvidarla. Aquella mujer fue su droga, cautivó cada centímetro de su mundo ordenado y como a un calcetín, le dio la vuelta para llevarlo a las puertas del infierno y otras tantas veces, al mismísimo cielo cuando se perdía a través de los recovecos de su anatomía, un hechizo que jamás quiso declinar.

Allí, entre las teclas de un viejo piano, era donde único conseguía la paz,  donde sus remordimientos no eran escuchados hasta la llegada de Morfeo. Cuando éste en contadas ocasiones de él se compadecía, daba descanso a sus largas noches de insomnio.

Ese fragmento de tiempo, era donde único reposaba su infelicidad sin hacer girones sus recuerdos. En las teclas de aquel piano, abandonaba a sus recuerdos encarnizados junto a la llama de una pasión asfixiada por el olvido.

No podía responsabilizarla por haberse ido. Tal vez, necesitó creer que la paciencia seria su fuerte y, de paso, su aliado en el amor, pero no resultó así. Un día, le sorprendió la casa enmudecida, el silencio de los rincones compartidos parecían jueces. El peso de la soledad, tomó las riendas de su vida dejándole como única compañía, las teclas de un longevo piano.

Aquella melodía de extraños en la noche, le enfureció. Notó como la sal de sus lágrimas bajaban por su rostro sin reparo, la furia de sus dedos daban forma a las notas de aquel bolero que tanto le recordaba a ella…

La primera vez que la vio, tocaba en uno de los salones más chic de la ciudad. Su cigarrillo apoyado entre la comisura de sus labios, hizo que levantase la mirada para cambiar la dirección del humo del tabaco. Fue entonces, cuando sus ojos verdes se toparon con los  negros de ella. Cautivadores buscaron los suyos provocando en él, un desafío; la seducción en blanco y negro de los titulares de una pasión prometía corresponderles...

Sintió como su sangre se heló y el corazón comenzó a bombear con la prisa de un caballo desbocado buscando una meta, en este caso, la de su piel…

Con ella, agosto siempre era otoño…


Esther Mendoza.


Dejamos de ser extraños cuando nos dedicamos a mirarnos...


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