miércoles, 10 de junio de 2015





Le gustaba madrugar y dar largos paseos antes de llegar a la oficina. Desde hacía algún tiempo, cortaba camino perdiéndose entre el parque que preside la pequeña ciudad. El airecillo era fresco y coincidía con la actividad matutina de  transeúntes y deportistas que despertaban sus huesos con carreras matinales. 

Algunos mayores presiden su banco de hierro forjado con charlas que  llevaban posiblemente, a un pasado para ellos no tan remoto. Tropieza con rostros extraños que, con los días, terminan siendo familiares por el simple hecho de cruzar sus miradas cada mañana con amigables sonrisas que llenan su agenda de agradecimientos diarios. Se sube el cuello del abrigo, el aire gélido de las primeras horas, se empeña en estamparle su sello en el rostro poniendo colorada su nariz.

Y, cuando por fin retomó su camino, apareció en silencio sin hacer ruido, una suave brisa resultando un bálsamo para sus heridas…

Esther Mendoza.





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