En una pausa no hay
música, en un pensamiento millones de notas en movimiento…
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Me gusta el otoño, tal
vez, porque se acerca a mi esencia de mujer madura que busca la serenidad en los contrastes de lo cotidiano.
Es una estación que se identifica con la etapa de la vida, que invita a mezclarte con el olor a tierra mojada, a la humedad que se respira en el aire y se cuela por las fosas nasales hasta llegar a un rincón de tu remembranzas arrancando alguna imagen que despierte la memoria de tu piel, o simplemente, obliga a cerrar los párpados para evocar más íntimamente el escenario de un momento...
Es una estación que se identifica con la etapa de la vida, que invita a mezclarte con el olor a tierra mojada, a la humedad que se respira en el aire y se cuela por las fosas nasales hasta llegar a un rincón de tu remembranzas arrancando alguna imagen que despierte la memoria de tu piel, o simplemente, obliga a cerrar los párpados para evocar más íntimamente el escenario de un momento...
El otoño es una manera de
mudar la vida, se cuela bajo el tejido que cubre tu cuerpo y te lleva a los márgenes de un pensamiento
y entonces, te sientas y le observas…
Sirve para extrañar… para
pasar las tardes entre las páginas de un libro que pide ser tomado entre el
calor de tus manos, o simplemente, para escribir cartas, amarillenta tradición olvidada
entre las aristas del tiempo que evoca pasión y ensoñación.
En todo caso, el otoño
aunque asome en agosto, conlleva una emoción que convida a escribir renglones con
historias que conmuevan y se hagan nuestras.
Un otoño fuera de estación que nos
regala la dulzura de una rememoración, que
te instruye a saber moverte en lo inesperado, en lo ansiado.
En definitiva, cualquier
otoño, aún a destiempo, es una forma de mudar la vida…
- Pídeme lo que quieras…
- Toca el piano, hazlo para mí…
- Después de un beso…
Al
caer la noche, sabía que los dulces barrotes de su cárcel estaban en las partituras. Andreas, solía perderse entre sus teclas buscando la manera
de olvidarla. Aquella mujer fue su droga, cautivó cada centímetro de su mundo
ordenado y como a un calcetín, le dio la vuelta para llevarlo a las puertas del
infierno y otras tantas veces, al mismísimo cielo cuando se perdía a través de los recovecos
de su anatomía, un hechizo que jamás quiso declinar.
Allí,
entre las teclas de un viejo piano, era donde único conseguía la paz, donde sus remordimientos no eran escuchados
hasta la llegada de Morfeo. Cuando éste en contadas ocasiones de él se compadecía, daba descanso a sus
largas noches de insomnio.
Ese
fragmento de tiempo, era donde único reposaba su infelicidad sin hacer girones
sus recuerdos. En las teclas de aquel piano, abandonaba a sus recuerdos
encarnizados junto a la llama de una pasión asfixiada por el olvido.
No
podía responsabilizarla por haberse ido. Tal vez, necesitó creer que la
paciencia seria su fuerte y, de paso, su aliado en el amor, pero no resultó así. Un día, le sorprendió la casa enmudecida,
el silencio de los rincones compartidos parecían jueces. El peso de
la soledad, tomó las riendas de su vida dejándole como única compañía, las teclas
de un longevo piano.
Aquella
melodía de extraños en la noche, le enfureció. Notó como la sal de sus lágrimas bajaban por su rostro sin reparo, la furia
de sus dedos daban forma a las notas de aquel bolero que tanto le recordaba a
ella…
La
primera vez que la vio, tocaba en uno de los salones más chic de la ciudad. Su cigarrillo
apoyado entre la comisura de sus labios, hizo que levantase la mirada para
cambiar la dirección del humo del tabaco. Fue entonces, cuando sus ojos verdes
se toparon con los negros de ella. Cautivadores buscaron los suyos provocando en él, un desafío; la seducción en blanco y negro
de los titulares de una pasión prometía corresponderles...
Sintió
como su sangre se heló y el corazón comenzó a bombear con la prisa de un
caballo desbocado buscando una meta, en este caso, la de su piel…
Con
ella, agosto siempre era otoño…
Esther Mendoza.
Dejamos de ser extraños cuando nos dedicamos a mirarnos...
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