Las oportunidades son boletos con fecha de caducidad. Hasta el amor, tiene un tiempo para ser vivido.
Aquellos pensamientos
representaban para ella el placer de lo cotidiano, de lo inadvertido mezclado
con las prisas del día, por eso, cuando llegaba la noche, se acurrucaba en el
mejor asiento de espectador, el sofá burdeos con dibujos dorados que su tía
abuela le dejó en herencia antes de venderlo todo y marcharse a cumplir su último
deseos, hacer un viaje en globo sobre las montañas del Colorado. Y, todo esto, antes
de que “la llamada del señor le metiera prisa”
Siempre creyó que esa
extraordinaria mujer debió nacer en el siglo XXI. Las probabilidades de volver el mundo al
revés, eso sí, para mejor, eran altísimas. Así era Victoria…
Su tía abuela creía firmemente
que la gente feliz leía y tomaba mucho café. Primordial para evocar fotogramas
guardados en la memoria de cualquier mortal, como para sumergirse entre las palabras de una crónica bajo el influjo de un buen aroma; seductor y duradero como los granos del café.
Cogía entre sus dedos un
cigarrillo Pall Mall, exhalando el humo lentamente antes de comenzar la
repetición de aquellos capítulos de su vida que tan feliz la hicieron. Y con la
mirada perdida en algún amarillento escenario entre los recovecos de su
memoria, hechizaba y aleccionaba a su sobrina nieta entre las artes y los
placeres del romance.
[…]Él estaba ahí, con el
semblante inexpresivo cuyas facciones endurecidas dominaban a la perfección su
rictus. Perdido entre los renglones de aquella historia, la noción
del tiempo parecía no tener valor para Andreas. Siempre que una novela negra
caía en su rincón de lectura, el resto del mundo parecía dejar de importarle,
excepto, cuando sigilosamente ella llegaba para recostarse a su lado.
Victoria siguió gestando
recuerdos, millones de momentos vividos al lado de aquel hombre en un proyecto
corto de vida. Era inviable interrumpirla entre las aristas de su rememoración...
[…] La pequeña figura fémina se
colaba entre los sobrios muebles que custodiaban el espacio del salón. Su pícara
sonrisa asomaba entre los labios en el ritual de preparar una mesa para dos, el
postre, se lo tomaba abrazada a él en el sillón mientras éste conquistaba su
interés haciéndola viajar entre las páginas de aquella novela; las caricias
masculinas despertaban su particular imperio de los sentidos. Entonces,
levantaba la mirada y sonreías para adentro esperando el siguiente párrafo aún
por descubrir. Convertida en un ovillo deseosa
de saber qué ocurriría en “el
puente de los asesinos”, no perdía oportunidad para colarse entre los pliegues de un frenesí…
Andreas con ternura
apartó un mechón de su cabello que cubría parte de rostro al tiempo que posaba
sus pupilas en las de ellas. Y, en un tono casi inaudible, le repitió por enésima
vez esa noche, lo bella que le parecía… […]
La tía abuela repetía
cuando la ocasión lo requería, que las flores se traducían en una mirada
esquiva que recorre la geografía de tu cuerpo, en el roce de unos labios en tu
nuca erizando cada centímetro de tu piel o, tal vez, en el juego de unos
descarados dedos desabrochando los botones de una camisa que espera ansiosa
caer sobre la alfombra; cuando la pasión toma las riendas entre las sábanas de
una cama deshecha, cabalga una propuesta entre susurros con un… “¡escápate
conmigo!”
Y poniéndome los pies en el suelo, finalizaba con aquello
que adopté durante toda mi vida como un recordatorio de lo etéreo de una ilusión.
"Hay parejas que quieren
ser tanto, que se les olvida ser algo…”
Esther Mendoza.
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